EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

sábado, 21 de octubre de 2023

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 163

 


















CAPÍTULO 163

 

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E

ra más de medianoche. Tras las campanadas solo se escuchaba un silencio penetrante y denso.

Blas Teodoro se había acostado y había apagado la luz. Con las manos detrás de la nuca y con los ojos cargados de sueño perforaba la oscuridad que le rodeaba rogándole a un Dios en el que no creía por Helena y por Nicolás. Rogaba porque resistieran, porque no se rindieran.
No rogaba por él; él tenía suficientes fuerzas para aguantar y soportar aquellos días de encierro. Y se mantendría fuerte mientras tuviera la esperanza y la firme convicción de que volvería a reunirse con Helena y con Nicolás.

                                                                                 ∎∎∎

Por la mañana, temprano, el señor Palacios entró en la habitación de su hija sin apenas llamar a la puerta.

Matilde, que estaba allí, desde hacía media hora, lo miró compungida y, con gesto fracasado, negó con la cabeza.
            —Me imaginaba que no ibas a conseguir nada —respondió Jaime Palacios a su mudo mensaje—. Por lo tanto, no me sorprendo en absoluto. ¿Por qué crees que he venido? Sabía que nada ibas a lograr—Tras este duro reproche se encaró con su hija—. Helena, no voy a consentir que hoy desayunes en la habitación. Han pasado dos semanas, tienes que empezar a esforzarte... Sé cuánto te duele y lo más probable es que te duela toda la vida, pero esa vida que acabo de mencionarte sigue su curso, aunque no te guste, aunque no lo entiendas.

La furia apareció en el rostro pálido de Helena. Le lanzó un cojín a su padre mientras le gritaba que no le gustaba, que no lo entendía y que no quería.
            —¡Y sal de mi habitación! —terminó diciéndole.
Jaime Palacios dejó el cojín en una butaca.
            —No voy a irme, Helena —le aseguró—. No sin ti. Los dos vamos a salir de aquí.
            —¡Ni lo sueñes!
            —No sueñes tú que yo vaya a tolerar que continúes en este cuarto. Ahora mismo, en este instante, me cambiaría por Blas. Sé que preferirías que hubiese muerto yo. Se te haría más soportable, pero no puedo cambiarme por Blas.
            —¿Puedes dejar de decir barbaridades? —le pidió Helena— Yo no prefiero nada. ¿Cómo puedes pensar que yo preferiría que estuvieras muerto?
            —Lo pienso. Y creo que Nico también lo piensa.
            —¿Qué estás diciendo, qué quieres decir?
            —Te digo enseguida lo que quiero decir: que Nico también pensará que hubieses preferido que hubiera muerto él.
Las palabras de Jaime Palacios provocaron en Helena un perturbador estremecimiento, y frío, como si el invierno hubiera regresado de repente, y se hubiera colado por los poros de su piel.
            —¿Puedes dejar de hablar de ese modo? —dijo parpadeando para contener el llanto— ¿Es que no tienes corazón o te has vuelto loco?
            —¿Crees acaso que es normal tu actitud? Han pasado dos semanas y todavía no has visto a tu hijo cuando está despierto. ¿No entiendes lo mucho que estará sufriendo?
            —Él no ha venido a verme —dijo Helena con hondo pesar—. Y estoy convencida de que él sí que preferiría que hubiese muerto yo, pero Blas se puso delante. ¿Por qué hizo eso, por qué Blas se puso delante?
            —Porque te quería más que a su vida —declaró el señor Palacios—. Pero no olvides que también quería a su hijo. A vuestro hijo. Blas no aprobaría lo que estás haciendo y te recriminaría que no cuides de Nico.                                            
            —Nico no quiere verme. No ha venido a mi habitación. Me odia y tiene razones para ello. Si yo no hubiese ido a Aránzazu, si no hubiese ido al instituto...
            —No sigas —la interrumpió el señor Palacios—. ¿Has ido tú a verle cuando no duerme? Nico, como tú, tampoco ha salido de su habitación.
Helena miró a su padre sorprendida y asustada.
            —¿Cómo que no ha salido de su habitación? ¿Por qué nadie me lo ha dicho? ¿Es que no entendéis que es solo un niño?
            —Intenté decírtelo —se apresuró a excusarse Matilde—. Pero no me atreví, pensé que solo iba a sumarte más pena y preocupación.
            —La madre de Nico es Helena —manifestó el señor Palacios con firmeza—. Y a ella correspondía interesarse por su hijo. Los padres tenemos una responsabilidad con nuestros hijos de por vida. Somos nosotros los que los hemos traído a este mundo sin que ellos lo pidieran.  
            —¡Salid los dos de mi habitación inmediatamente! —exclamó Helena con sus pies ya puestos sobre una fina y suave alfombra—. Voy a ducharme y a vestirme. Luego iré a buscar a mi hijo y los dos bajaremos a desayunar. ¡Fuera de aquí!

En el pasillo, Jaime Palacios hizo partícipe de su satisfacción a Matilde.

            —Helena va a luchar por su hijo y, de esta forma, sin darse cuenta, luchará por sí misma. La parte mala de la vida no vencerá a mi hija y a mi nieto.
            —Ojalá tenga razón, señor Palacios. Ojalá. Dios le oiga.
           —No sé quién me va a oír y te aseguro que tampoco me importa. 

                                                                              ∎∎∎

La única ventana en la habitación de Nicolás tenía la persiana bajada y estaba oculta por una cortina. La hiriente oscuridad golpeó y dañó a Helena. El cuarto desprendía una inequívoca fragancia de tristeza.

La luz anegó la estancia expulsando la tiniebla en cuanto Helena corrió la cortina y subió la persiana.
Nicolás dobló la almohada y tapó su rostro. Helena se sentó junto a él.
            —Nico, sé que estás muy triste. Yo también lo estoy —comenzó a decir procurando que su voz no se quebrara—. Sé cuánto querías a tu padre...
            —Quería y quiero —precisó Nicolás con el rostro todavía tapado por la almohada.
            —Es cierto, disculpa mi torpeza. Querías y quieres. Yo también lo quiero y lo querré siempre. Jamás me perdonaré haber ido a Aránzazu. Nunca me perdonaré haberle pedido que hablara con Arturo. Sé que tú tampoco podrás perdonarme, Nico, pero necesito que sepas que te quiero con toda mi alma. Quisiera haber muerto yo, quisiera que Blas no se hubiera puesto delante para salvarme.
            —Yo también quisiera que Emilia me hubiese disparado a mí.
            —No digas eso, Nico. La pena nos hubiera matado a tu padre y a mí. Tú eres lo que más queremos en este mundo. Tú eres lo mejor que hemos hecho nunca. Tú eres la prueba de nuestro amor, el fruto de tanto amor.
Nico, aunque te duela, aunque me duela, la vida continúa sin importarle nuestro sufrimiento... Y vamos a tener que seguir adelante y te aseguro que odio estas dos palabras: seguir adelante. Las detesto. Pero tenemos que seguir adelante por ti, por mí... pero, sobre todo, por Blas. Por él, por tu padre —La voz de Helena empezó a perder seguridad, firmeza, empezó a quebrarse—. Estoy segura de que él está muy cerca de nosotros. Nos ve. Él no se ha ido, Nico. Nunca nos abandonaría. Nosotros no podemos verle, pero podemos sentirle. Está aquí mismo y no podemos permitir que sufra por nosotros. Nos tiene que ver fuertes, enteros. Tiene que ver cómo seguimos adelante.
            —¿Estás segura de que nos ve? —preguntó Nicolás apartando el trozo de almohada que cubría su cara.
            —Estoy completamente segura.
Cuando Bibiana llegó a la puerta de la habitación no pasó del umbral. Helena y Nicolás lloraban, abrazados.
La niña se alejó en silencio, sin dejarse ver.

Helena y Nicolás bajaron a desayunar, pero ambos tomaron un alimento frugal para desesperación de Maura.
Sin embargo, Jaime Palacios se sintió reconfortado. Era un paso adelante que su hija y nieto ya salieran de sus habitaciones.
            —Me alegra verte, Nico —dijo Patricia con cierta timidez ya que no estaba segura de que a Nicolás le sentaran bien sus palabras—. También me alegro de verte a ti —añadió mirando a Helena.
            —Gracias, Paddy —respondió Helena, sucinta, dejando muy claro que no tenía ganas de hablar.
            —Pero si casi no han comido nada —se quejó Maura sin lograr contenerse—. El desayuno es la principal comida del día. Todo el mundo sabe eso.
            —Todo el mundo sabe eso, excepto usted —replicó Helena—. Esta mesa está exageradamente repleta ya sea la hora del desayuno, comida o cena. Usted no distingue.

Al señor Palacios le encantó la respuesta de su hija y tuvo la esperanza de que se fraguara una discusión entre ella y la cocinera. Y que este pequeño combate sirviera para avivar el ánimo de Helena.
            —Señorita Helena —dijo Maura como inicio a su respuesta.
            —De señorita nada —la contradijo Helena—. Debe saber que soy una mujer casada. Por lo tanto, señora.
            —Convendrá usted conmigo que su padre merece un respeto —se revolvió Maura—. No puede usted casarse sin la debida autorización de su padre y sin su respetable presencia.
            —Pues lo hice. Me casé con Blas...
            —¡Y yo los declaré marido y mujer! —exclamó Nicolás, beligerante— ¡Mis padres están casados!
            —Y yo doy mi bendición a esa boda. No tengo nada que objetar —declaró el señor Palacios para asombro y agravio de Maura, que se retiró a la cocina desasosegada y sofocada.
            —No sé qué va a suceder en esta casa —se lamentó a sus ayudantes mientras se daba aire, con ímpetu, con un abanico que sacó precipitadamente de un cajón —. La señorita Helena no razona bien. En realidad, eso no es una novedad, nunca ha razonado. Pero el problema principal es que el señorito Nicolás es igual que ella y eso es muy raro porque este niño se crió con el señor Teodoro, pero os puedo asegurar, incluso jurar, que ese jovencito es igual que su madre. ¡Pobre señor Palacios! Entre los dos lo van a enloquecer y será imposible que dirija el país como es debido. ¡Qué desgracia nos ha venido!
¡Dame un vaso de agua, date prisa! ¿No ves que me estoy ahogando? —pidió en tono exigente a Marta, su ayudante más joven.

Hubo más desayunos, comidas, cenas... y siempre Maura terminaba refugiándose en su reino, en su cocina, donde despotricaba, incansable, contra Helena y Nicolás; sin entender ni un poquito el gran esfuerzo que suponía para madre e hijo seguir adelante por un camino sin ningún llano, con una continua cuesta arriba de pendiente terriblemente acusada.

Págs. 1335-1341

Hoy os dejo una canción de Sergio Dalma... "Por amor al arte"


                                                               

 

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