EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

jueves, 25 de junio de 2015

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 118


























CAPÍTULO 118

LA REVELACIÓN



E
l señor Teodoro había viajado aquella mañana a Luna, el pueblo de Tobías, con la intención de darle el pésame a la familia del policía. Tenía previsto volver con la señora Sales, por la tarde, para asistir al entierro. El señor Teodoro albergaba la esperanza de que algún familiar supiera lo que Tobías tenía que decirle y no pudo por el fatal accidente. Pero nadie le dijo nada. Todos lamentaban su muerte y repetían una y otra vez lo buen hombre que era.
            Una gran persona lloraba una de sus hermanas, y un gran policía.
El señor Teodoro no quiso ver el cuerpo del malogrado Tobías, prefería recordarlo con vida.
Ya en la calle, cuando caminaba en dirección a su coche, se cruzó con Bruno Rey y sus padres.
            ¡Sinvergüenza! le gritó Julieta, la madre de Bruno ¡Doce años nos ha tenido engañados! ¡Caradura, descarado, canalla!
El señor Teodoro no se detuvo ni contestó a los insultos; la señora acrecentó su rabia y chilló más fuerte, pese a que su hijo la empujaba instándola a caminar no deseando ningún enfrentamiento.
                                                                                               ∎∎∎
Nada más llegar al instituto y después de su deslucido viaje a Luna, lo que menos anhelaba el señor Teodoro era encontrarse con el señor Cuesta. Por tanto, también lo miró con frialdad.
            ¿Qué ocurre? preguntó, irritado. Aquel profesor le disgustaba profundamente.
            ¡Ocurre que su hijo es muy mal ejemplo para el resto de los alumnos! vociferó Ismael Cuesta, iracundo ¡Adivine quién se ha saltado las normas, ha desobedecido y ha salido al patio tirándose por una ventana! ¡Su hijito y Natalia Rey! ¿Qué le parece?
El señor Teodoro tiró fuego por los ojos e hizo una mueca desaprobadora.
            ¿Dónde están los niños? preguntó.
            Cada uno en su casa intervino, prontamente, el señor Ortiz. Estaban calados con peligro de pescar una pulmonía. Yo mismo los llevé.
            Se lo agradezco mucho.
El señor Amadeo Ortiz se sintió satisfecho y orgulloso por su "hazaña".
            No sería de extrañar que Nicolás y Natalia inventaran un ardid con el fin de evitar un merecido castigodeclaró el señor Cuesta. Estaban en la sala de profesores y salieron por una de las ventanas ya que el señor Ortiz vigilaba la puerta de acceso al patio. Seguro que inventan algo para librarse del castigo que merecen y seguro que lo que inventan va en contra de Álvaro y de mí. Nos tienen ojeriza desde que Patricia desapareció después de haber estado en nuestra discoteca.
            No se inquiete dijo el señor Teodoro, no se librarán de su castigo, pero recuerde que son unos niños y que esto ha sido una travesura, no un delito. Su alteración es desmedida.
                 —Yo más que de travesura lo calificaría de gamberrada discutió el señor Cuesta, airado.
El señor Teodoro se dirigió a su despacho. Poco tiempo tuvo de respiro porque, poco después de entrar, tuvo la visita de Eduardo Cardo. El jefe de estudios estaba muy apurado puesto que todavía no se había ensayado cómo debían actuar los alumnos y profesores el viernes cuando recibieran al Jefe de Estado y a don Jaime Palacios.
            Cada tutor que hable con sus alumnos coordinó el director, y con ensayar un rato el jueves es más que suficiente.
            Señor Teodoro, no parece usted tomarse en serio tan ilustre asistencia se quejó el señor Cardo.
            Lo siento, no puedo ocultar que no me gusta que estos señores vengan aquí manifestó el señor Teodoro, sinceramente. Esto es un instituto, hay niños. Debieran haber elegido una universidad. Los niños no entienden todavía de política y tampoco les interesa.
El señor Cardo salió del despacho, muy turbado. Quizás el señor Teodoro tuviese razón y don Arturo Corona y don Jaime Palacios debieran haber optado por otro lugar más idóneo para dar una conferencia. Tal vez el lugar apropiado no era un instituto de enseñanza secundaria. De lo que estaba muy seguro era que el viernes todo iba a resultar un auténtico desastre en “Llave de Honor”.

El señor Teodoro llamó por teléfono a su hogar y habló con la señora Sales. Un rato más tarde se dirigió al aula de su hijo para impartir clase de lenguaje. A última hora regresó a su despacho. Estaba revisando unos papeles, con muchas ganas de terminar, cuando unos suaves golpes en la puerta le hicieron levantar la cabeza. Vio entrar a la tutora de su hijo, y profesora de religión y ciencias naturales. Paula Morales tenía el semblante muy serio y sus ojos marrones se apreciaban enrojecidos.
El señor Teodoro la invitó a sentarse pese a no tener ninguna gana de atenderla. La mujer tomó asiento, pausadamente, frente al joven director. También, pausadamente, había repasado lo que iba a decir. Su mente no conocía el sosiego desde que el día anterior oyera, por boca del señor Cardo, que el siguiente viernes iban a recibir la visita de don Arturo Corona y don Jaime Palacios. El miedo se había adueñado de su persona, no se sentía a salvo, mas bien se sentía a la deriva. Y, desde luego, no tenía nada claro quién iba a ganar aquella guerra. Lo que sí tenía muy claro es que estaba metida en esa guerra y lo más sensato era procurarse amigos a ambos lados de la contienda. Reconocía, muy a disgusto, que su cobardía era grande pero también era grande el desvarío de Helena. Su amiga había perdido el norte y no estaba dispuesta a que la arrastrara a su océano irracional.
            ¿En qué puedo ayudarla? preguntó el señor Teodoro con amabilidad, viendo que la profesora no se decidía a hablar.
La mujer carraspeó.
            Verá comenzó a decir… tengo que hacerle una confesión y espero que pueda perdonarme.
Paula Morales no miraba al señor Teodoro, no se atrevía a hacerlo. Miraba, fijamente, los papeles que se hallaban en el escritorio.
            Voy a hablarle de Mikaela Melero —estas palabras despertaron el interés del señor Teodoro que se puso en guardia. Es amiga mía desde hace cinco años, no sé mucho sobre ella pero si sé que tiene un hijo. El niño está con el padre y ella no lo veía desde hacía mucho tiempo. Por esa razón está aquí y por esa razón yo la he ayudado. Le he mentido a usted y le ruego que me perdone. Mikaela Melero no se llama Mikaela Melero, no tiene el pelo rubio y rizado, ni sus ojos son azules. Su verdadero pelo es negro, y cuando se quita las lentillas sus ojos son negros. Cuando se quita la máscara de su cara, su rostro cambia y cuando se quita el aparato que lleva en la boca, su voz suena diferente. Su nombre también suena diferente, Helena Palacios es su verdadero nombre.
Paula Morales dejó de hablar a la par que dejó de mirar los papeles de la mesa y miró, directamente, al director. El señor Teodoro la había escuchado con muchísima atención, ahora la miraba estupefacto y sus ojos estaban muy brillantes. Pero Paula no supo diferenciar si ese brillo era de dolor o de furia.
            ¿Dónde está ella ahora? indagó el hombre con voz trémula. Todavía no había asimilado lo que terminaba de escuchar.
            No está en el instituto; el señor Ortiz se ha llevado a Nico a su casa porque se había mojado. Ella se ha marchado también.
            ¿Dónde vive, cuál es su dirección? interrogó el señor Teodoro, ansioso.
            Eso no voy a decírselo porque no lo sé —mintió la mujer.
            ¿Cómo qué no lo sabe? gritó el joven dando un fuerte manotazo sobre la mesa.
            Le ruego que se calme, don Blas pidió Paula al borde del llanto. Acabo de traicionar a una amiga. Estoy de su parte, pero usted debe meditar sus siguientes pasos. No debe actuar en caliente, debe esperar a mañana, tiene que tranquilizarse.
            ¡TranquilizarmeMe pide que me tranquiliceEs una cobardeexclamó el señor Teodoro, ofuscado. La profesora pronto entendió que no se refería a ella sino a Helena ¡Se esconde detrás de un disfraz! ¡No sabe dar la cara! siguió exclamando, enardecido.
            Ella no quiere que usted la vea, por eso usa la máscara. Si usted la descubre se marchará, seguramente para siempre.
              No se irá a ninguna parte,eso se lo aseguro
Se hizo un tenso silencio. El señor Teodoro reflexionaba vertiginosamente.
            ¿Seguro que únicamente quiere ver a Nico? interrogó.
            Sí, seguro respondió la señora Morales.
            Si me hubiera pedido ver al niño se lo hubiese permitido declaró el señor Teodoro. No tendría que haberse escondido detrás de una máscara.
            Pero ella no quería que usted la reconociera, no quería que usted la viera alegó Paula Morales.
            —Si, eso es muy propio de ella. ¡Está bien! dijo, finalmente, el señor Teodoro  Seguiré su farsa, jugaré al juego de Helena. Jugaremos al escondite. Continuaré llamándola Mikaela y no sabrá que sé quién es en realidad. Le agradezco profundamente que me haya contado la verdad. Y no se preocupe por su amiga, yo no podría hacerle daño.
Paula Morales suspiró, muy aliviada, una vez estuvo fuera del despacho. Ahora tenía amigos en ambas partes y se sentía más confiada. En su fuero interno empezaba a desear que ganase la guerra el señor Teodoro porque, si salía victoriosa Helena, iba a ser mejor que nunca se enterase de su traición. No creía que su amiga la perdonase jamás; Blas Teodoro parecía más razonable.
                                                                                      ∎∎∎
El señor Teodoro no podía dejar de pensar en Helena Palacios, en Mikaela Melero y en Paula Morales. Ahora entendía muchas cosas: por qué Mikaela le recordaba tanto a Helena, su café negro y muy cargado, su perfume, su hoyuelo, su gran antipatía hacia él, su cariño hacia su hijo…
¡HELENA ESTABA ALLÍ! ¡MIKAELA ERA HELENA! ¡O Helena era Mikaela! ¿Qué más daba si era ella?
Recordó las discusiones que había tenido con Mikaela por motivo de Nicolás. Y siempre la rubia profesora había salido en defensa del niño.
            “Debo parecerle un mal padre”, meditó. “¿Y qué me vas a reprochar tú a mí, Helena? ¿Qué clase de madre eres tú? Voy a dejar que veas a Nico, al fin y al cabo es tu hijo. Pero no intentes nada más, no tienes derecho a nada. No, después de doce años. De buena gana te arrancaría la máscara... ¿No quieres que yo te vea? Tranquila, no me hace falta hasta que yo diga que me hace falta. Y no vuelves a desaparecer, Lunática”.
Paulatinamente el señor Teodoro fue sintiendo que su cabeza daba vueltas o que las cosas giraban a su alrededor. Sujetó su cabeza con ambas manos manteniendo los codos apoyados en la mesa y cerró los ojos. Y comenzó a sollozar como no recordaba haberlo hecho ni siquiera cuando murió su padre. Lloró por doce años de ausencia, por días y noches de soledad, por tantas dudas, por tantos miedos, por la desesperación incontrolada que, en tantas ocasiones, había sentido.
Su llanto, su desahogo duró largo rato... y el terror llegó, se hizo presente. ¿Y si Helena no lo amaba? ¿Y si Helena lo odiaba?
Con estas preguntas que se formuló comenzó su agonía y martirio hasta que un Ángel Cupido quiso calmar, mitigar, serenar su sufrimiento, y le susurró que ninguna mujer se disfrazaría para no ser vista por el hombre que odia.
Y Blas se fue tranquilizando con lo que él creyó un pensamiento suyo, y de repente era urgente hablar con Paula de nuevo, tenía que preguntarle cuál fue la reacción de Helena cuando él perdió el conocimiento en el patio, era de vital importancia que él lo supiera.
Y deseó que llegara mañana, y temió que ya fuese mañana.
Miró su reloj, faltaban horas, solo horas, pero qué horas tan largas para que viera a quien tanto había deseado ver. Su cuerpo entero temblaba, furia y ternura invadían su alma, y pensó que tal vez Dios sí existía.
                                                                                     ∎∎∎
Nicolás, en cuanto llegó a casa, se quitó la ropa mojada y se dio una confortable ducha. El niño se relajó con el agua que besó y mimó su piel. Cuando salió del baño estaba renovado. Se puso un pantalón y una camiseta y se dirigió a la cocina donde su abuela le esperaba con un vaso de leche.
Prudencia y Cruz estaban preparando la comida del mediodía; Nicolás se fijó en la joven y le pareció que estaba tranquila y que su comportamiento era normal. Quizás ya había hecho las paces con Luis.
            Papá ha llamado por teléfono dijo la señora Sales con tono disgustado, el señor Ortiz me ha contado que has salido al patio desobedeciendo, pero no me ha contado que has salido saltando desde una ventana. ¡No tenéis conocimiento ni tú ni Nat! ¡Podíais haberos hecho mucho daño! ¿En qué estabais pensando?
Nicolás se había tomado la leche tibia, endulzada con miel, y depositó el vaso en el fregadero. Miró a su abuela con preocupación.
            ¿Papá te ha dicho que hemos saltado por la ventana?
Emilia Sales asintió.
            ¿Y quién se lo ha dicho a él?
            Se lo ha dicho el señor Cuesta reveló la mujer, le ha explicado que estabais en la sala de profesores y que saltasteis por una de las ventanas.
            Si el señor Cuesta sabe que estábamos en la sala de profesores, también sabe que oímos su conversación murmuró Nicolás, adquiriendo su rostro un color desvaído.
            ¿Qué dices, Nico? preguntó la señora Sales ¡Hablas tan bajito que no logro entenderte! ¿Te has mareado, cariño? ¡Tienes mala cara!
Nicolás vio que Prudencia y Cruz continuaban con los preparativos de la comida como si nada estuvieran escuchando. 
Sin embargo, el niño sabía que, por fuerza, tenían que oírlo todo a no ser que fuesen sordas como tapias o que llevasen tapones en las dos orejas.
            Voy a salir un rato al jardín, necesito que me dé el aire manifestó el chiquillo, sorprendiendo a su abuela.
            Hace frío, Nico. Si sales fuera, ponte una cazadora.
            Iré a la primera glorieta.
            Aún así ponte la cazadora, en el jardín hace frío. Y no sé si te conviene que cuando llegue tu padre te encuentre en la glorieta como si tal cosa…
El niño no quiso seguir oyendo a su abuela y salió de la cocina; casi en el umbral de la puerta se topó con el señor Hernández que le hizo una exagerada reverencia, quizás intentando disimular su espionaje.

Págs. 930-938

Hoy os dejo dos canciones... va a haber mucho tiempo para escucharlas
La primera puede mostraros un poco la furia de Blas
"A ti", de Ricardo Arjona

La segunda puede mostraros un poco la ternura de Blas... y es que en el amor, muchas veces, se juntan la furia y la ternura

"Un manantial de ternura", de Pecos



                                         
                                                               



                                        
                                                        

Queridos lectores de "El Clan Teodoro-Palacios", con el capítulo que he publicado hoy, esta historia se detiene hasta septiembre
El verano hace unos días que llegó, y os deseo que lo disfrutéis y lo paséis muy bien
Besos, y un abrazo muy fuerte
Mela

                                                                 
               

jueves, 11 de junio de 2015

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 117






CAPÍTULO 117

ESPIANDO SIN QUERER



A
l día siguiente, viendo el jardín, nadie hubiera podido sospechar que, por la noche, había diluviado hasta entrada la madrugada. No ocurrió lo mismo con el patio del instituto que se hallaba completamente inundado.
El señor Teodoro tenía que ausentarse aquella mañana y dio la orden de que no saliera al recreo ningún alumno. También indicó al señor Ortiz que buscara hombres para achicar el agua del suelo del patio.
A la hora del almuerzo, Nicolás se enfadó cuando se enteró de que no podían salir al patio, fue en busca de su padre para protestar pero el despacho estaba cerrado y no lo encontró por los lugares que miró. Tuvo que aceptar que aquella mañana se quedarían sin recreo, regresó al aula, malhumorado y pensativo. ¿Dónde se habría metido su padre? Desde luego en el instituto parecía no estar.
Miró por una de las ventanas el patio y vio los enormes charcos, comprendió que ese debía ser el motivo por el que su padre había suspendido la salida. Aún así se aburría y decidió ir a buscar a Natalia y a Bibiana. En el pasillo, tropezó con la primera que había tenido la misma idea que él.
            Bibi se ha quedado en clase estudiando explicó Natalia después de que Nicolás le preguntara por su amiga.
            ¿Cómo es eso?
            Tenemos un examen.
            ¿Y tú no quieres repasar? sonrió el chiquillo.
            Ya estudié bastante ayer. ¡No pienso desperdiciar mi hora de descanso! Bibi es demasiado responsable.
Los niños bajaron a la primera planta con la intención de comprobar si el señor Teodoro ya se encontraba en su despacho, la puerta continuaba cerrada con llave.
Inmediatamente después oyeron al señor Cuesta gritar a unos alumnos que deambulaban por los pasillos. La voz del profesor sonó cercana a ellos, los chiquillos no tuvieron ánimos de toparse con el hombre y corrieron hacia delante. La puerta contigua al despacho estaba entreabierta, la empujaron y, viendo que no había nadie en su interior, pasaron a la sala de profesores, cerrando la puerta con cuidado de no hacer ruido. Los niños se sintieron seguros y aliviados. Pero su seguridad y paz duró muy poco, con desesperación vieron como la puerta de la sala se abría lentamente. Instintivamente los niños se agacharon y quedaron ocultos tras una gran y rectangular mesa. Natalia se tapó la boca con una mano temiendo que pudiera oírse su agitada respiración.
El ruido de lo que sin duda fueron dos ventosidades, una detrás de otra, hizo que Nicolás también se tapara la boca bregando por esconder su risa. ¿Quién habría entrado en la estancia? A su pesar, pronto lo supieron.
La desagradable voz del señor Cuesta se escuchó con total claridad. Los niños dedujeron que hablaba por teléfono.
            ¿Que esa putita no se puede marchar todavía?   gritó el hombre, furioso. (…) Esto no me gusta nada, acabaremos teniendo problemas, esa putita ya no debería estar en Aránzazu. (…) ¿Ha entrado Soriano en razón? (…) ¡No hay más remedio! Su hijo no puede venir al instituto siendo compañero y amigo del hijo del director. (…) Sí, está claro que Lucas sabe demasiado. Eso lo debe solucionar Soriano. ¡Y me preocupa mucho la putita! ¡Joder, Álvaro! Tu querido amigo dará la lata si la chica no aparece. ¡Esos jodidos críos tuvieron que verla! ¡Fue una puta mala suerte!
La voz del profesor cesó, no porque finalizara su conversación sino porque salió de la estancia cerrando la puerta con llave. Los niños se miraron, preocupados.
            ¡Ese patán nos ha encerrado! exclamó Natalia cuando estuvo muy segura de que estaba a solas con Nicolás ¿Has oído todo lo que ha dicho? ¿Lo has entendido?
            —Ese individuo es de lo más maleducado que he oído. Nat, ahora lo que importa es salir de aquí.
            ¡Estaba hablando de Lucas y de Paddy! ¿Lo has oído, Nico? ¿El apellido de Lucas es Soriano? El policía que lleva el caso de Paddy es el padre de Lucas. ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué sabe Lucas?
            ¡Ya está bien, Nat! se sulfuró Nicolás ¡Cállate de una vez! Te repito que lo importante, ahora, es salir de esta sala. ¡Ese cerdo ha cerrado la puerta con llave!
            Estamos en la primera planta, Nico. Hay ventanas, saldremos por una resolvió Natalia.
            Pues hagámoslo ya. Ese tipo puede volver.
Nicolás abrió una ventana y acercó una silla para que a Natalia le fuera más fácil alcanzar el estrecho alféizar, seguidamente se colocó junto a ella sin soltarla de la mano. Unos dos metros separaban el alféizar del suelo.
            ¿Preparada para saltar, lo hacemos a la vez?
Natalia asintió. Los niños saltaron al vacío cogidos de la mano. Aterrizaron en un charco y ambos perdieron el equilibrio. La niña cayó sentada y el chiquillo se tambaleó hasta caer de rodillas. Se miraron, horrorizados, sus ropas estaban mojadas y llenas de barro.
             —¿Estás bien, Nat? ¿Te has hecho daño? —se preocupó Nicolás.
             —Estoy bien, Nico. ¿Tú estás bien?
             —Perfectamente.
             —¿Seguro que estás bien?
             —Te he dicho que sí —afirmó el chiquillo mirando los ojos color avellana de la muchacha—. Y un día, cuando pasen tres años, cuando tenga dieciocho años, te diré otra cosa.Te diré lo más bonito que nunca nadie te haya dicho.
La mirada de Natalia se iluminó, y sus mejillas se arrebolaron. 
            —¿Y qué cosa será esa, Nico? ¿Qué me dirás? ¿Cómo sabes que nunca nadie me habrá dicho algo más bonito?
            —No preguntes tanto y no seas tan curiosa —sonrió Nicolás—. Lo sabrás dentro de tres años, tendrás que esperar.
             —¡Esperaré si quiero, Nico! ¿Qué te has creído?
Nicolás no contestó y ayudó a la niña a levantarse del charco.
            —Tenemos que volver al instituto.  
            ¿Por dónde entramos? indagó Natalia.
La puerta principal estaba muy cerca de allí pero decidieron dar la vuelta al edificio y entrar por la parte del patio. No llovía, aunque la mañana seguía muy gris.
Unos hombres trabajaban en el patio, vieron a los niños pasar con mucha prisa, no se inmutaron y continuaron con su faena.
Los críos entraron al vestíbulo; el primero que los vio fue el señor Amadeo Ortiz.
            ¡Anda! exclamó, rascándose su prominente papada ¿De dónde salís vosotros? ¡Del patio, eh! ¿No os habéis enterao de que no se podía salir hoy?
El señor Cardo y el señor Cuesta estaban dentro de conserjería, salieron al mostrador al oír los gritos del padrastro de Bibiana. Ismael Cuesta se regocijó malignamente en cuanto vio a los niños. Eduardo Cardo entornó sus ojos con recelo. No quería más problemas con el hijo del director como protagonista.
             —¿A dónde creéis que vais? les chilló el señor Cuesta.
Nicolás y Natalia se detuvieron pensando en la mala suerte que habían tenido al encontrarse con el profesor de matemáticas.
            —¡Sois unos indisciplinados! —siguió vociferando el hombre— ¡Os habéis puesto como unos puercos! No le tienes ningún respeto a tu padre, ¿verdad, muchacho? Si yo fuera tu padre te aseguro que no volverías a desobedecerme en tu vida.
            —Pienso que lo más apropiado sería llevarlos a sus casas —se atrevió a manifestar el jefe de estudios—. Están empapados, pueden ponerse enfermos y el señor Teodoro…
            —¡Yo los llevaré a sus casas! —se ofreció, impetuoso, el señor Ortiz. Había visto una oportunidad muy sencilla para ganar muchos puntos a su favor ya que el señor Teodoro se congratularía con su solicitud.
            —Hagan lo que gusten —refunfuñó el señor Cuesta—, yo los dejaría helándose de frío. Es lo menos que merecen.
Minutos después los niños salían del instituto acompañados por el señor Amadeo Ortiz.
El señor Cuesta y el señor Cardo se dirigieron a la sala de profesores, el profesor de matemáticas abrió la puerta; cuando entró en la estancia miró la ventana abierta, con estupor.
            —¿Alguien ha entrado aquí? —preguntó con voz ronca.
            —Después de usted no creo —respondió el jefe de estudios—. Sigue usted teniendo la llave.
            —Las ventanas estaban cerradas cuando yo he estado aquí. De eso estoy seguro.
            —No creo que una ventana se haya abierto sola —replicó Eduardo Cardo, algo nervioso.
El señor Cuesta le lanzó una mirada asesina.
            —Estoy seguro de que estaban todas cerradas. Me tiré dos pedos y pensé que era una lástima  que no hubiese una ventilación adecuada —explicó el hombre de manera muy grosera.
En la frente del señor Cardo comenzaron a formarse diminutas gotas de sudor. No le gustaba nada el señor Cuesta; este se acercó a la ventana con rapidez y vio la silla que Nicolás había arrimado a la pared. Se asomó al exterior y observó el enorme charco debajo justo de la ventana. A continuación contempló las marcas de unas pisadas sobre la acera, unas más grandes y otras más pequeñas.
            —¡Mal nacidos! —exclamó el individuo, iracundo.
            —¿A quién se refiere, de qué habla? —interrogó el jefe de estudios, alarmado.
            —¡Hablo de Nicolás y de Natalia! ¿De quién si no? —respondió Ismael Cuesta, hecho un energúmeno— ¡Esos malditos chicos han estado aquí! ¡Y han salido por la ventana! ¿Cómo si no iban a salir al patio? ¡Somos gilipollas! La salida al patio la vigilaba Ortiz.
            —El señor Ortiz ha podido despistarse.
            —¡No, claro que no! ¡Le digo que esos chicos han estado aquí! ¡Malditos sean!
El señor Cardo, harto de la situación, inventó una excusa para abandonar la sala. No quería seguir con la compañía de una persona tan violenta. Antes de marcharse aún le dio tiempo a oír el estrepitoso choque de la silla contra la mesa. 

Cuando Amadeo Ortiz regresó al instituto fue abordado inmediatamente por el profesor de matemáticas que lo estaba esperando en el vestíbulo dando vueltas sin cesar como fiera enjaulada.
            —¿Ha dejado a los chicos en su casa?
            —Sí, claro que los he dejado.
            —¡Me puede explicar cómo es posible que esos críos hayan salido al patio si usted estaba vigilando la puerta de salida! —dijo el profesor con voz atronadora.
El padrastro de Bibiana se rascó la barbilla con restos de barba algo amarillenta.
            —¡Vaya! No había caído en tanto detalle —expresó el señor Ortiz, confundido—. Sin embargo, si le doy a la mollera, tengo que darle la razón —dijo, lentamente—. Yo estaba vigilando pa que ningún alumno saliera al patio. Y le puedo jurar que los críos no salieron. Además, los vi pasar hacia ese pasillo —el hombre señaló el corredor donde se encontraba la sala de profesores—. Y, por cierto, poco después pasó usted —recordó el señor Ortiz—. Es extraño que no viera a los críos. Si no hay ninguna otra puerta que salga al patio, salieron por una ventana —concluyó el hombre, rotundo.
            —¡, salieron por una ventana! —asintió el señor Cuesta, furioso— ¡Malditos hijos de Satanás!
El señor Ortiz sonrió, divertido.
            —¡No se ofusque, hombre, no es para tanto! Y no debería hablar en esos términos del hijo del director…
            —¡Que se vaya a la mierda el hijo del director y el director mismo! —masculló Ismael Cuesta— Y no me provoque, Ortiz, usted no me conoce —añadió en tono amenazador.
A diferencia del señor Cardo, el señor Ortiz no le tenía ningún miedo al profesor de matemáticas y sus palabras no le causaron impresión ni el efecto deseado. El padrastro de Bibiana estaba más que acostumbrado a tratar con tipos de mala catadura.
La mirada de ambos hombres se dirigió a la puerta principal ya que en aquel momento se abrió, entrando en el vestíbulo Blas Teodoro. El señor Ortiz sonrió, más divertido todavía.
            —Ahí tiene al director —se burló—. Ahora puede mandarlo a la mierda y decirle que su hijo es un hijo de Satanás.
            —¡Váyase al diablo! —murmuró el señor Cuesta, mirando al señor Teodoro con notable frialdad.
Ismael Cuesta estaba más que alterado, tenía muy claro que Nicolás y Natalia debían haber oído la conversación telefónica que sostuvo en la sala de profesores. Y, por tanto, Nicolás se había convertido en un estorbo excesivamente molesto, en un objetivo a eliminar en la mayor brevedad posible.
Y una mente perversa y asesina, como la del profesor de matemáticas, no tardaría mucho tiempo en idear un plan para acabar con la vida del muchacho.

Págs. 922-929

Hoy dejo una canción de Pecos... "Olvidarte"

Próxima publicación... jueves, 25 de junio

                                   
                                                                           
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