CAPÍTULO 127
EL VESTIDO AZUL
C
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uando la melodía suave y ascendente de la alarma del
despertador comenzó a sonar ya hacía un rato que Helena estaba despierta. No
había podido dormir bien, se desveló en varias ocasiones, y la noche se le
hizo muy larga porque deseaba que amaneciera, porque temía que amaneciera.
Antes de acostarse se probó el vestido azul, se miró
de frente en una luna grande de la habitación, se miró de perfil, y ayudándose
con un espejo de mano también contempló su espalda.
Sonrió recordando el día que Blas se lo regaló y se
lo puso por primera vez.
Él estaba nervioso, expectante… Ella estaba
nerviosa, ilusionada. Recordó las palabras de él cuando ella vio el vestido… “¿Te gusta? Si no te gusta, puedes
cambiarlo.”
Recordó lo que ella le contestó… “No es de buena educación cambiar o devolver
regalos.”
Y recordó lo que él replicó… “Olvida tu buena educación y si no te gusta, puedes cambiarlo.”
Pero lo que más recordó fue la forma en que la miró
Blas cuando se puso el vestido. La mirada de Blas la hizo sentirse la mujer más
bonita, la más femenina, la más querida.
—Estás muy guapa, Helena —dijo Blas—. Pero insisto en que si no te gusta puedes cambiarlo.
—Te voy a contar un secreto —respondió Helena—. No creo que ninguna mujer pueda cambiar un regalo elegido y comprado
por el hombre que ama. Yo, desde luego, no puedo. ¿Entiendes lo que te he
dicho, Blas TeAdoro?
Helena no llegó a saber que el juego de vocales con
el apellido encendió una hoguera que abrasó el alma de Blas sin quemarla.
—Entonces nunca sabré si en realidad te gusta el vestido.
—Pero sí sabrás algo mucho más importante—. Helena sonrió y los hoyuelos que volvían loco a Blas se dibujaron en
sus mejillas.
Como todas las mañanas desde que llegaron a Aránzazu,
antes de ir al instituto, Helena se dio una ducha rápida. Luego desayunó en la
cocina con Matilde. Poco después llegaron Miguel y Montse que, con
profesionalidad intachable rayando la perfección, camuflaron su
verdadero rostro y cabello.
Y, como todas las mañanas, Matilde la acompañó hasta
la puerta para despedirla y desearle que todo fuera bien. Fue imposible que la mujer sospechara o imaginara que, debajo del abrigo blanco,
se escondía el vestido azul de Blas.
∎∎∎
Nicolás desayunó con cara enfurruñada. Estaba
muy enfadado y contrariado porque no había logrado sonsacar absolutamente nada
a su padre sobre Helena. Por la noche lo intentó una y otra vez mas fue estéril
su empeño. Su padre le contestó una y otra vez que el viernes, en cuanto se
marcharan Arturo Corona y Jaime Palacios, vería a su madre y que nada más iba a
decirle.
Al muchacho se le hacía eterna la espera y no
entendía el motivo de tanto secretismo y mutismo.
Llegaron temprano al instituto, el chiquillo se
encaminó hacia el patio, y el señor Eduardo Cardo se plantó delante del
director, precipitado.
—¿Ha visto a los militares? —indagó, alterado— ¡Están armados hasta los dientes! ¡Dan horror las calles de nuestra
ciudad!
—Sí, claro que los he visto. Conduzco con los ojos abiertos —manifestó Blas y Eduardo Cardo lo miró, confundido.
—Hoy tenemos que ensayar, tenemos que ensayar mucho. Mañana todo debe
salir de maravilla —declaró el señor Cardo, muy nervioso.
El señor Teodoro asintió sin apenas haber prestado
atención a lo dicho por el jefe de estudios. Acababa de ver al señor Ismael
Cuesta; el profesor de matemáticas lo estaba mirando y Blas se aproximó a él,
dejando con la palabra en la boca al señor Eduardo Cardo, que atribulado al principio, pero recuperado de
inmediato del desaire recibido, siguió al director como un perrito faldero.
—Buenos días, señor Cuesta —dijo el señor Teodoro.
El profesor de matemáticas continuó mirándole sin
corresponder a su saludo.
—Quiero que sepa que el lunes, a primera hora, le espero en mi despacho
para entregarle su carta de despido —le comunicó Blas—. Me gustaría despedirle hoy mismo pero está en la lista de profesores
que deben asistir mañana, y no quiero problemas con Arturo Corona ni con Jaime
Palacios. Pero el lunes ya no. No considero que usted sea un hombre adecuado
para ser profesor. Por lo tanto, no pienso darle ninguna carta de recomendación.
Pienso que es labor de los padres educar a sus hijos, pero difícil lo tienen
los padres con profesores como usted.
“Mañana
verás muerto a tu hijo, desgraciado”. Los ojos del señor Ismael Cuesta gritaron regando
maldad.
—¿Quiere decirme algo? —le preguntó Blas que vio muy nítida la amenaza
en la mirada del profesor, pero desgraciadamente no podía leer pensamientos.
—¡Quiero decirle que dudo que
usted me pueda despedir el lunes! —vociferó el señor Cuesta como si el señor Teodoro se hallara a un
kilómetro de distancia— ¡Este
instituto lleva décadas llamándose Llave de Honor! ¡Yo le aseguro que
mañana Don Arturo Corona nos quita el honor en cuanto le conozca a usted! ¡Y la llave la utilizará para encerrarlo en
una celda! ¡Por fin nos libraremos
del peor director que ha pasado por aquí!
El señor Eduardo Cardo sacó un pañuelo del bolsillo
de su pantalón y comenzó a secar las gotas de sudor que ya perlaban su frente.
Hipólito Sastre, el profesor de música, pensó con
acierto que la causa por la que el director había tomado la determinación de
despedir al profesor de matemáticas era Mikaela Melero, y el extraño incidente
en el patio del día anterior.
Ninguno de los presentes dijo nada, aunque todos se
alegraban de poder perder de vista a un hombre que, con su mal carácter y
pésima educación, enrarecía el ambiente donde quiera que estuviese.
El señor Ismael Cuesta salió, furioso, por la puerta
principal. Tenía mucho que hacer y poco tiempo que perder.
Soraya Palma, la profesora de inglés, felicitó a
Blas por su decisión, y para desesperación del jefe de estudios, ambos
entablaron una conversación trivial.
Las últimas en llegar al instituto fueron Helena
Palacios y Paula Morales.
—¡Ya estamos todos los profesores! —exclamó el señor Cardo en cuanto las vio entrar por la puerta— ¿Cuándo empezamos a ensayar? —interrogó, ansioso.
Las recién llegadas se integraron al grupo. En el
hall la temperatura ya era muy agradable, y Helena se quitó el abrigo dejando a
la vista de todos su precioso vestido de seda azul con sus florecillas blancas
bordadas.
El profesor de gimnasia, Roberto Beltrán, admiró la
belleza de Mikaela, belleza que el vestido realzaba. Sus ojos recorrieron la
figura femenina deleitándose en cada detalle. Desde los pendientes diminutos y
brillantes en los lóbulos, la cadena fina de oro blanco alrededor del cuello,
el escote cuadrado y la insinuación de un busto de ensueño, la falda plato con
pretina fruncida a una cintura divina, el corte de la falda justo a la altura
adecuada para que se presintieran unas rodillas perfectas, y esas medias
transparentes nacidas para unas piernas de pasarela.
—No son las flores las que adornan tu vestido, Mikaela. Eres tú.
Helena no esperaba algo así y se sintió turbada. No
obstante, sonrió levemente y agradeció a Roberto su galantería.
No tuvo valor para mirar a Blas, no se atrevió.
Temió y fue consciente de que había cruzado una línea muy peligrosa, pero era
tarde para dar un paso atrás.
Blas sí la miraba, enmudecido, paralizado y sin
comprender. Reconoció en el acto el vestido que compró y le regaló hacía
dieciséis años, y una fuerte sacudida embistió su corazón y trastornó su mente.
¿Qué
era aquello? ¿Cuál era la pretensión de Helena, a qué jugaba? Además de
espiarle, osaba burlarse de él presentándose con aquel vestido.
Muchos recuerdos revolvieron su cabeza, ya no
veía a Mikaela, veía claramente a Helena. Aunque Paula Morales no le hubiese
contado nada, en aquel momento hubiera sabido que Mikaela Melero era Helena
Palacios.
A Soraya Palma le molestó que Blas dejara de
conversar amablemente con ella y que Mikaela pasara a ser su centro de
atención.
—Deberías tener más sentido de lo apropiado —le dijo a Helena exagerando su fingido acento inglés—. Ese vestido es de alta costura, bien para una fiesta, inaceptable
para venir al instituto.
—Sí, opino lo mismo —apoyó Blas mirando a Helena con dureza.
Seguidamente sonrió a Soraya y le propuso ir a la cafetería. Ella aceptó,
encantada, y Helena vio como ambos se alejaban cogidos de la mano.
El señor Eduardo Cardo no podía creer lo que sucedía
a su alrededor. ¿Cuándo iban a ensayar? ¡Cuándo!
A Hipólito Sastre le extrañó sobremanera la conducta
del señor Teodoro. Estaba convencido de que había despedido al señor Cuesta por
Mikaela Melero, no alcanzaba a entender el desdén que acababa de dispensarle.
Nicolás estaba aguardando la llegada de Natalia y Bibiana, las vio entrar en el patio y correr hacia Helena. El muchacho las observó, curioso.
Helena se puso el abrigo, pasó los botones por los
ojales y resguardó a su querido vestido de cualquier mirada u opinión. Caminó
hacia el patio; Paula no la acompañó. A pesar de que ignoraba la historia del
vestido azul, intuía que su “amiga” debía estar intratable después de los
desprecios de Soraya y Blas.
Helena no notó que la brisa muy fresca de la mañana
chocó contra su rostro. La actitud de Blas le había helado el corazón y
convertido su cuerpo en un bloque inmune al frío exterior.
Blas no había reconocido su vestido, no lo
recordaba, se había olvidado. Debería alegrarse, debería celebrarlo, todo iba a ser
más fácil de ese modo.
Sin embargo, la desilusión y la tristeza le estaban
acribillando el alma.
Paseaba por el patio sin rumbo, ajena a los juegos,
risas y gritos de los alumnos. Nada le interesaba, todo le era indiferente.
Nicolás estaba aguardando la llegada de Natalia y Bibiana, las vio entrar en el patio y correr hacia Helena. El muchacho las observó, curioso.
—¡Hola, Mikaela! ¡Qué alegría verte! —exclamó Natalia, excitada.
—Os prometí que hoy estaría aquí —respondió Helena forzando una sonrisa—. Todo ha ido bien. El domingo, como muy tarde, veréis a Paddy.
—¿No estarás tú ahora en peligro? —preguntó Bibiana, asustada.
—No, no estoy en peligro —aseguró Helena—. Unos amigos míos han acorralado a Álvaro Artiach y a Ismael Cuesta,
no tienen otra salida que liberar a Paddy, pero nada saben de mí.
—¡Cuántas ganas tengo de ver a Paddy! —se entusiasmó Natalia.
—Tendréis que darle mucho cariño, seguro que lo ha pasado muy mal.
Necesitará mucho tiempo para olvidar —les advirtió Helena.
Natalia y Bibiana asintieron.
—Pero yo a ti te veo triste. ¿Qué te pasa? —se preocupó Natalia.
—Lo que me pasa es que me duele mucho la garganta —mintió Helena—. Me voy a ir a mi casa, mañana tengo que
estar bien. Estoy en la lista de profesores que han convocado Arturo Corona y
Jaime Palacios. Nos vemos mañana, ¿de acuerdo?
—Vale. Cuídate mucho y ponte buena. Hasta mañana y gracias por
ayudarnos —respondió Bibiana.
Nicolás vio a Helena alejarse hacia la salida del patio, y se acercó a las
niñas.
—¿A dónde va Mikaela? —preguntó.
—Se va a su casa. No se encuentra bien, le duele mucho la garganta —le explicó Bibiana.
—¿De qué hablabais? —se interesó el chiquillo.
—¿Y a ti qué te importa? —saltó Natalia, beligerante.
Nicolás la miró, enojado.
—¡Eres una lunática como mi madre! —exclamó.
—¡Y tú eres un histérico como tu padre! —replicó Natalia, exaltada.
Bibiana no sabía como sofocar la acalorada discusión
en la que se enzarzaron sus dos amigos. Eran increíbles sus enfrentamientos descomunales ya que estaba más que segura de que se querían muchísimo.
∎∎∎
Ismael Cuesta regresó al instituto. Sus pasos le
llevaron al aula de Nicolás; y en el pupitre de Lucas Soriano, debajo de unos
libros, ocultó una navaja.
Después volvió a salir a la calle, con las manos en
los bolsillos de su abrigo, y una expresión maligna en su semblante.
∎∎∎
∎∎∎
En la cafetería, Blas se tomó una tercera tila mientras
Soraya bebía su segundo té. La profesora de inglés hablaba por los codos, y
Blas asentía sin casi escucharla. No conseguía aplacar sus nervios y en su
alborotada mente bailaba la imagen de Helena con el vestido azul. No comprendía cómo se había atrevido a tanto.
Harto de la prédica de Soraya que le impedía pensar
con calma pero, sobre todo, ansioso por volver a ver a Helena, interrumpió a la
profesora con la excusa de que ya era hora de que los alumnos entrasen.
Nada más llegar al vestíbulo, un simple vistazo le
bastó para saber que Helena no estaba allí.
Lo que esa mirada rápida y superficial no le contó
es que no volvería a ver el vestido azul con flores blancas, porque hay trenes
que no pasan dos veces.
Págs. 1006-1015
Este jueves dejo una canción de La Oreja de Van Gogh... "Vestido azul"
Próxima publicación... jueves, 9 de junio
Este jueves dejo una canción de La Oreja de Van Gogh... "Vestido azul"
Próxima publicación... jueves, 9 de junio
Y como el pasado día 1 fue el primer domingo de mayo... pues, aunque hoy sea 12 de mayo, felicito a todas las madres
Y dejo una preciosa tarjeta que le he cogido a Nena Kosta de su blog... Mi Maleta de Recortes